(…)
Eres, tal vez, quien más quiero.
Lo
he escrito y me he detenido. Quiero, en ti, la alegría
doméstica
de vivir, el principio de un orden
que
yo sé y no quiero decir; y ya no lo es tampoco.
Ah,
todo es ya imposible, imposible del todo.
Lo
sé y no puedo llorar, ni casi arrepentirme.
Miro
sencillamente, miro y callo. Y recuerdo.
Quiero
en ti lo que signifiques, clara,
con
una vida esbelta, como una fuente de pie
donde
el aire se puede lavar como me lavo yo el alma.
¡Tenme
lástima, tenme una pobre, una triste,
una
amorosa lástima! He llegado a lo más alto
de
la vida; querría que tu recuerdo fuese
la
paz, ahora ya sí. ¡Dios mío, que su recuerdo
ahora
me de la paz, me signifique paz
y
me deje tiernamente en este lugar donde estoy!
¡Ángeles
que me quieren tanto que he llegado a sentirlos
agarrándome
de pronto la muñeca cuando iba
a escribir
cosas que no debía escribir!
¡No
me dejéis! ¡No me dejéis! ¡Tú, Dios mío, y Tú,
Tú
que me quieres fuerte y vencedor y claro,
no
quiero que me mires ahora, que estoy, tal vez, caído:
me
he de levantar, lo sé, y he de ser como querías
que
fuese, como quieres, todavía! , día a día, que siga.
He
de ser como Tú me quieres. He de ser como Tú quieres.
Me
he detenido un momento. Me sudaba la mano.
La
mano se pegaba, escribiendo, al papel.
No
escribe ahora el vecino. Ahora se oye el sonido
del
agua en el fregadero. No lo he dicho: estoy solo;
estoy
solo en mi casa. Miro un momento los muebles;
he
pasado una mano suavemente por la mesa;
he
recordado que tengo, dentro de un cajón, en un sobre,
un
puñado de papeles, las facturas de los muebles.
Las
sillas, la mesa, la cama, el aparador,
una
mesa pequeña para la cocina… Íbamos
poco
a poco comprándolo, vacilando, calculando,
renunciando…
¿Recuerdas? Comenzaremos entonces
a
ir renunciando, ahora esto, mañana aquello…
Debía
de estar triste mientras lo voy recordando,
pero
no lo estoy. Puntualmente, recuerdo,
lo
considero, lo pienso. Fue, solamente, el principio.
¡Hemos
renunciado, después, tantas veces,
a
tantas, tantas cosas que eran nuestras, bien nuestras!
Era
una lechería de Sant Vicent de fuera.
La
lechera jugaba al parchís con el hijo;
nosotros
nos besábamos brevemente en un rincón.
Dibujabas
niños en un trozo de papel.
Yo
quería un amor como el de Beatriz,
bajando
al infierno para ver a Dante,
y
pensaba columnas florentinas, delgadísimas,
terriblemente
esbeltas, como las de Fra Angélico.
Me
resistía a ver lo feo de las paredes,
el
solar y las latas y los amantes y los gatos muertos.
A
veces las cosas no pasan porque sí.
Hay
cláusulas ocultas que van determinando,
que
van haciendo y deshaciendo lo nuestro, y en cambio
no
cuentan con nosotros, no nos exponen el asunto:
nos
ignoran del todo. Es terrible, si se piensa.
No
sé qué he querido decir. Me he tenido que ir
a
la cocina a beber, y me he olvidado de todo.
Pero
tal vez sea válido lo que he escrito como lo he escrito.
No,
no: “se ha equivocado. Es el mil ochocientos cincuenta. Eso. De nada.”
A
ti, que te ríes, te digo, y te pido que te rías,
que
no dejes de reírte, si no quieres que yo me muera.
Recuerdo
cómo te reías, y porque te reías te quería
y
te recuerdo y no dejo ya de pensar en ti.
¡A ti que te ríes, a ti que querría tener
para
siempre a mi lado, riéndote, porque ríes,
y
ríes con toda el alma y ríes con el cuerpo,
y
ríes, amor!, con toda tu juventud
y
con la salud dorada de la naranja abierta
con
los dedos, con las uñas, bárbaramente alegre!
¡Podría
decir cómo eres desde la cabeza hasta los pies,
pero
no quiero saber nada más que eso: que ríes,
y
evocarte riéndote, y quererte riéndote,
y
desearte que te rías solamente, solamente, solamente!
¡Tú
no sabe, tú no sabes… Los largos pasadizos,
estrechos
y sinuosos, las vueltas que se dan
a
veces sobre la cama… Tú no sabes, tú no sabes!
Mira
el cielo violeta, la muralla, las torres,
los
almendros, las lomas rosadas, en carne viva
–el
homenaje rendido, mentalmente y fugaz,
a
Muñoz Degrain, sin convicción,
por
cierto cuadro que hay, según se entra a la izquierda…-,
pero,
antes, el gran fuego, la soledad y el fuego,
viendo
por la ventana, y entre la arboleda, el río,
la
ilustre extensión de los edificios, el orden,
y
más allá las viñas, algún pueblo, algún humo
suave
y amorosísimo, y ahora esto, y este frío,
un
frío inverosímil, y en medio de todo, no sé,
una
ternura oculta, una cierta tristeza,
como
si ya no pudiera volver otra vez,
como
si esta vez fuese la última ya,
como
si ya debiera decir adiós y fuese tarde,
como
si tuviese vergüenza, también, de decir adiós,
o
de parecer retórico. Y el adiós, como un hueso,
un
hueso pequeño, creciera brutalmente en la garganta.
Ya
sabes que ha llegado la hora de ir diciendo adiós,
de
ir ya recortando, perfilando, concretando
la
esperanza. Un asunto bien triste y necesario.
Hay
que despedirse, con afecto, con tristeza,
de
aquello, de aquellas cosas que se han querido más,
ilusión
que ya no se puede realizar,
porque
es tarde, es ya tarde, absolutamente tarde…
Ir,
ya, reduciendo, limitando los afanes,
la
ilusión en una única cosa…
Adiós,
adiós, adiós. No es que mueran las cosas;
tampoco
es que se desvanezcan. Es un, es un. Es un…